La moral femenina

 


Escrito: Por Dora Mayer como contribución enviada al Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina, organizado por la Asociación "Universitarias Argentinas" y celebrado en Buenos Aires los días 19-21 y 23 de mayo de 1910.
Fuente del texto: Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina, Días 18, 19, 20, 21 y 23 de Mayo de 1910. Historia, Actas y Trabajos. Buenos Aires, Imprenta A. Ceppi, 1911; págs. 241 - 258.
Transcripción: Juan Fajardo, para marxists.org, septiembre de 2025. 


 

 

En el cuestionario del Congreso Femenino Internacional de 1910, he subrayado el párrafo: «Una sola moral para ambos sexos».[1] Este tema me conduce de una sola vez al núcleo de la cuestión social.

El género humano busca la dicha, y la moral es la ciencia de la felicidad. El eterno problema del mundo es el dolor humano, y su solución eterna es: más conciencia en los negocios, en la política, en la familia, en la vida internacional y en los múltiples detalles del trato común.

Si la ley de no robar y no matar obliga igualmente al hombre que á la mujer, ¿por qué no sucede lo mismo respecto á las relaciones carnales, que afectan de una manera tan honda el bienestar de la especie? La suerte de los dos sexos se entrelaza hasta tal punto, que ambos tienen que ser solidarios en la virtud y en el vicio; se comete un error de lógica creyendo lo contrario. No se puede hacer la separación de los deberes morales como se hace la división del trabajo; así espero demostrarlo en el curso de mi tesis.

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Sin una base económica no hay libertad para los seres humanos y sin libertad no es posible realizar los ideales superiores de la especie. Entendida así la situación, es necesario indagar si no se hostiliza con frecuencia de un modo gratuito a la mujer profesional, y se le opone obstáculos por mero prejuicio, omitiendo hacer justicia á las razones que la á su carrera.

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La segunda mitad del siglo XIX puede llamarse la época del despertar de los débiles y oprimidos. En ese tiempo el proletariado se Ievanta contra la tiranía del capital; unos consejeros inteligentes le hacen encontrar la fuerza en la asociación y en la resistencia organizada.

La emancipación de la mujer sigue rumbos semejantes. El sexo débil renuncia a la tranquila vida doméstica; el trabajo es su arma ante el hombre que solfa aprovechar de su impotencia. cuando la protección marital era su única perspectiva. El matrimonio cae en desprestigio; surgen ambiciones científicas, políticas y comerciales; las niñas sueñan con el diploma profesional, el sufragio popular y los clubs femeninos. La mujer antigua fué hija de familia hasta el día que se casaba, y si por alguna circunstancia tenía que ganarse la existencia, lo hacía como sirvienta, ama de llaves, acompañante, institutriz, lavandera ó costurera. Es decir, en ocupaciones que concordaban con las de la madre, y esposa. Hoy las jóvenes de la clase media procuran casi sin excepción, saber una industria y las proletarias desdeñan el servicio doméstico, prefiriendo emplearse en talleres y fábricas.

En la misma escala en que se ayuda a la mujer facilitándole el ingreso a las profesiones, se le perjudica quitándole la probabilidad del matrimonio. Al derramar un poderoso contingente femenino en el mercado del trabajo, la competencia se haría tan intensa para el sexo masculino, que éste se constituiría en gran parte en una población vagante, incapaz de formar hogares. Sería entonces una trasposición absurda de los sexos, quedando vacante la esfera de la mujer y usurpados los puestos del hombre por candidatos femeninos sin beneficio de ninguna clase para la sociedad.

Se asegura que las virtudes femeninas tienen también un buen campo de influencia en las profesiones, pero falta saber si ellas no son la consecuencia de la vida menos positiva que ha llevado hasta ahora el sexo débil y si no desaparecerán conjuntamente con la particularidad que ha tenido la mujer en tiempos anteriores.

El feminismo es admisible si se Ie considera, no como un fin, sino como un medio de conquistar una perfección mayor para la mujer del hogar. Bastante se ha echado en cara a los miembros del llamado bello sexo la estrechez de su entendimiento y la capacidad limitada de su cerebro. Estas deficiencias provienen de que se ha mantenido a las mujeres demasiado alejadas de la vida práctica. No se sabe, en efecto, cuál es la fisiología femenina real, porque los caracteres que se notan al presente son el resultado de un desuso voluntario de las facultades naturales del sexo, que se ha afirmado hereditariamente durante muchas generaciones.

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Es curioso que el galán más experimentado llega muchas veces a la mujer que lo atrae con un ideal muy alto en el alma que supone encarnado en ella. Le exige felicidad y pureza, cualidades en las que ya no debiera tener fe después del vórtice de las pasiones que ha corrido. Si aun los hombres a quienes se llama perdidos están constituidos de tal manera. ¡cuanto mas no lo serán los varones que conservan, por sus antecedentes morales, el derecho de creer en la bondad humana!

La inconstancia en el amor que demuestra la mayoría de los hombres, es un hecho que necesita una explicación. Así como hay individuos masculinos tan frívolos, que sus móviles no merecen el nombre de ideales y ni siquiera de ilusiones, también hay otros que aman a la mujer preferida creyéndola perfecta y esperando amarla eterna-mente, cuya pasión amengua solo al descubrir que el objeto que eligieron no responde a su concepto interno. ¿Serían más constantes los hombres si las mujeres satisficieran mejor las espectativas que se cifran en ellas?

Nuestra religión ordena la monogamia. Este precepto carecería de valor para los espíritus libres si el cristianismo fuera una doctrina metafísica en vez de ser, como lo es, un sistema de moral práctica. Los principios útiles gozan de una aceptación universal y la regia de la monogamia es útil porque cimenta el orden civil y la higiene.

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Observo que hasta hoy Ia mujer ha aprendido el arte de atraer, pero no de cautivar los afectos del hombre. Conocedora de las exigencias que hace el género masculino, cultiva la belleza y se somete á las costumbres, unas veces con sinceridad, otras con disimulo. La mujer es la obra del hombre, porque vive para él. Distinto de Dios, que estuvo contento con su creación, el hombre no lo está cuando ve el resultado del plan que prescribe al sexo femenino. El culto de la hermosura y la ingenuidad que fomenta en las niñas, no le satisface al fin y al cabo, cuando se convierte en marido, Ia insuficiencia mental de la esposa y el decaimiento de sus encantos físicos le sirven de pretexto para apartarse de ella, á buscar la sociedad de malos amigos y romper si es posible, la Iey de la monogamia.

Cuenta de veras entre las acciones más necias del hombre la de causar primero la trivialidad en la mujer y criticarla después.

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La verdad innegable ces que los individuos masculinos abusan de la facultad procreadora que poseen. Muchísimos hombres asumen el carácter de padre sin pensar mayormente en aceptar las responsabilidades inherentes a tal condición, y la ley interviene para mitigar en algo esta desentendencia criminal. Hay que desengañarse: el primer interés de la humanidad es la alimentación de la especie; las consideraciones del honor y del amor ideal vienen más tarde. Cualquier persona honrada debiera apoyar la regla del matrimonio oficial, no porque sea necesaria para ella, sino para los demás, impidiendo hasta donde sea posible que haya un exceso de seres entregados á la prostitución.

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La reproducción tiene un mérito solamente cuando significa la conservación y el progreso de la especie. Lo que degenera no es ni perpetuación ni adelanto; así es que sólo los matrimonios ordenados tienen un valor moral. No preciso si los matrimonios referidos son religiosos ó legales ó monógamos, porque tales son consideraciones posteriores; el orden consiste en que los padres tengan la conciencia de la facultad que desempeñan. Aunque en algunos círculos estime completamente absurda la idea de predicar al sexo masculino la moderación de los instintos materiales, es justo decir a los hombres que no tienen el derecho de entregarse a las satisfacciones físicas sino contadas veces en su vida, pues no deben ejercer el acto carnal de otra manera que para procrear y no deben engendrar sin tener la ambición de fomentar las existencias que causan.

La moralidad de los hombres y las mujeres es diferente por causas prácticas y no físicas. Echese sobre el hombre toda la carga de los hijos y cercénese su conducta con las fuerzas de una rigurosa sanción social, y se verá que modera sus pasiones lo mismo que la mujer. Ni los hombres tienen la naturaleza sexual más fuerte, ni las razas meridionales el temperamento más cálido, como generalmente se arguye. El mayor ó menor exceso de las pasiones depende del grado de desarrollo que puede adquirir el hábito respective según los obstáculos que se le oponen. En los climas benignos los medios de existencia son fáciles y, por consiguiente, los nacimientos no importan mucho a los padres; son más numerosos y causan poro cuidado. Conforme avanza la civilización que hare más compleja la vida, habrá sin luda en los países tropicales un retroceso en los nacimientos, aunque quizá no en los virios.

He dicho que la mujer tiene la culpa de la inmoralidad del hombre y lo sostengo, porque no debiera nunca entregarse a un pretendiente sin obtener Ia garantía de que él se constituyera en un protector de ella y de su familia. Si las mujeres no fueran tan fáciles, los hombres tendrían que ser más morales. Una mujer sola se halla en plena capacidad de mantenerse independiente y muy altiva. La necesidad abyecta rebaja a los individuos y en esta caen irremisiblemente las mujeres que tienen hijos sin padre. Los hijos son la cadena con que los hombres malos ó ligeros reducen a la esclavitud al sexo femenino. Para una mujer con prole es imposible vencer en la lucha por la existencia sin el auxilio masculino. Si el primer consorte abandona a una mujer con hijos, ella se ve obligada a aceptar á otro marido y caer gradualmente en la estimación del mundo, perdiendo en valor ante su propia vista. porque es un ser impotente, sometida por el pan a cualquier condición que se le imponga. La persona que necesita de otra y el artículo que abunda en el mercado son objetos que se cotizan á vil precio en la sociedad, cualquiera que sea su mérito intrínseco. Estamos sufriendo las consecuencias de que la mujer se muestre débil en el momento que posee el poder, es decir, como doncella á quien solicita el novio y como madre que es la dueña del infante.

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El amor completo entre el hombre y la mujer es un ideal tan supremo, que no todos lo alcanzan. pero que es digno de que todos lo persigan. En la sociedad cristiana, cuya religión prescribe la monogamia, es lógico soñar con el amor conyugal único. Sin embargo, la selección, que constituye el principio del amor, se fija con frecuencia sólo de una manera temporal ó parcial. Algunas personas se enamoran por entero durante una época y mudan de repente el objeto de su afecto; otras reparten sus favores entro varios individuos que admiran simultáneamente. Ambos casos se explican, porque bien se puede asegurar que no todos los seres humanos son merecedores de una adhesión inquebrantable. No hallándose todas las cualidades admirables reunidas en una sola persona, nada de extraño tendría rendir homenaje á varias y encontrarse en la incertidumbre a cuál de ellas preferir definitivamente. Una vez atado el lazo del matrimonio, podría suceder que la desilusión se presentase a raíz de un conocimiento más íntimo del carácter de los cónyuges ó de una evolución desigual de los dos. La inteligencia humana es demasiado corta para vislumbrar las contingencias futuras de la vida, y sucede así que los hombres y mujeres lleguen a ser infieles a sus votos de amor con el pensamiento ó la acción.

Ahora es preciso saber hasta qué punto alcanza el derecho de suplantar una alianza con otra. Si el amor es una condición necesaria del matrimonio, éste pierde sus bases en cuanto el amor cesa, y como este hecho último es un accidente fuera del dominio de la voluntad personal, nadie es responsable del dilema que surge. Declaro que sólo una ínfima minoría de los seres humanos es capaz de sentir el amor único, fatal, ó sea de sostener la selección absoluta. Aunque esta circunstancia parece dificultar la estabilidad de las uniones matrimoniales, ella entraña, sin embargo, una compensación adecuada. Si ningún amor de los que el individuo voluble concibe, es duradero, bien pueden ser sacrificados los deseos fugaces al deber de la constancia que se ha contraído al firmar el pacto sagrado en el altar nupcial.

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Hombres y mujeres marchan juntos en el camino de la evolución. y la moral de ambos tiene que ser correlativa, pues la naturaleza pasional es una en el género humano, la mujer que es vejada por el marido, tiene sobrada razón en serle infiel, porque una sumisión unilateral á los votos mutuos que se prestan los novios sería absurda. Por fatalidad se juntan frecuentemente en el matrimonio los sujetos mejores con los peores; tal vez sea porque en la unión nupcial buscan los individuos su complemento, de manera que con bastante lógica los buenos se complementan con los malos. Parece que los seres que se estiman virtuosos, no son siempre los objetos predilectos del amor. Una filósofa escribió que la moral es cuestión de temperamento, y no le falta razón hasta cierto punto. La fuerza del carácter humano se mide por las resistencias internas que tiene que vencer, y si una persona no ha triunfado sobre grandes obstáculos para realizar lo que el mundo llama una conducta virtuosa, no ha dado pruebas de tener un carácter grande. Una mujer fría y calculadora, por ejemplo, no encuentra ninguna dificultad en rechazar las solicitaciones amorosas inconvenientes. Una mujer cálida necesita mientras tanto del cariño como una planta del agua de riego; si cae en la condición de amante abandonada, cultiva amores y si llega a ser viuda se vuelve a casar, porque la privación del afecto sería su muerte; y ella, aunque pecadora, se muestra en muchas ocasiones más apta para el sacrificio que la señora ó señorita correctas. Sin embargo, donde hay fuego hay peligro, y al lado de un espíritu en calma, hay más bien salud y seguridad; la mujer en cuyo corazón reina el amor es semejante a una sibila pagana, que alimenta la llama de las pasiones vitales, y la otra, en cuya mente gobierna el deber, es parecida a una virgen conventual, que impide que esta lumbre desarrolle en una conflagración.

Mucha razón tienen las personas que sostienen que la actividad normal de la mujer es de un carácter conservador: ella debe conservar todo, la casa. los hijos, la raza, la fortuna, las tradiciones y costumbres. No le toca a ella la tarea de abrir horizontes nuevos con su ambición; el deber de conservar lo existente es para ella un freno saludable que la detiene de tomar en sus empresas un vuelo reñido con su manera de ser. Los abogados de la mujer se mantienen dentro del límite de lo estrictamente justo cuando piden que se le posibilite la defensa personal de sus intereses económicos, pero se salen de él cuando quieren que se les facilite de una manera absoluta el acceso a los negocios de especulación.

Cualquiera ley que hace depender a la mujer de un hombre en la tramitación de sus asuntos particulares, es un abuso. Todo individuo que no administra directamente sus bienes está expuesto al engaño y si ha habido algún motivo para considerar a la mujer, en la esfera de los negocios, como una persona menor ó incapaz, es porque se le ha privado expresamente de la práctica necesaria.

Dignas de protesta son las leyes que rigen en el Perú y otros Estados sobre herencia y administración de bienes, y sobre los casos que provienen de las relaciones ilegítimas sostenidas por los miembros del uno u otro sexo. La parcialidad del código a favor del hombre es flagrante. El marido infiel y la esposa adultera no reciben la misma sanción. Se renuncia absolutamente, aun en teoría, á corregir la conducta inmoral del hombre. Sin embargo, la inmoralidad masculina produce los mismos daños que la inmoralidad femenina. Para colmo de males, la esposa respetable tiene que aceptar todas las consecuencias de los vicios del marido, pues los vástagos ilegítimos de éste pueden mermar la herencia de ella y de sus hijos. Mas á más, preside el criterio de la antigua legislación española, el principio abominable de conceder a la mujer sólo un mérito por ser madre, pues la viuda sin hijos carece de derechos. Con la misma justicia con que se considera á la mujer como una maquina incubadora, se puede calificar también el hombre como individuo reproductor de la especie, pues si se quiere mirar en el sexo femenino solo la función material, olvidando la gran obra moral que le toca, conviene hacer lo mismo respecto al masculino, menospreciando el trabajo que ejecuta aparte de la labor generatriz.

De ninguna manera me he mostrado en las páginas anteriores intransigente con el pecado; al contrario, he explicado como un hecho científico la debilidad de los seres humanos, que, cualquiera que sea su ideal, fallan todavía por causas físicas, en realizar los sueños de los poetas y filósofos. Pero no dejo por esto de perseguir mis dos fines: el de establecer una justicia igual para los hombres y las mujeres y el de fijar la diferencia entre el bien y el mal. No oiré hablar de las mujeres caídas, sin declarar que los hombres caen también desde las alturas de la civilización humana al bajo plano de la bestialidad; no dejaré de mencionar, cuando se discuta la prostitución, que los compañeros de las horizontales merecen ser marcados con el mismo baldón que ellas, aunque se paseen muy ufanos por salones y paradas y lleven libremente el miasma de la corrupción á sus sanos hogares.

Aunque reconozco que el matrimonio legal no hace á la mujer honrada, patrocino el principio de la Iegalidad, porque facilita la sujeción del individuo al juicio público.

Puesto que el matrimonio es, según el concepto de la ley, una sociedad de dos personas, y según el concepto religioso la unión de dos seres que se allanan a compartir la buena y la mala suerte durante una vida entera, parece justo que los bienes de fortuna que poseen los dos sean divididos en porciones iguales entre ambos y que al morir uno de los cónyuges, quedaría el sobreviviente con su propia mitad, repartiéndose la herencia del difunto entre todos los hijos que tuviera.

Un criterio tolerante es sin duda el más humanitario, pero la ley tropieza en su acción reguladora con la dificultad de que muchos hombres tienen más hijos que medios con que sostenerlos, y en este caso debe favorecer a la persona que ha invocado su protección, es decir, la esposa Iegítima. En la actualidad puede la concubina, que no acepta obligación alguna, hacer impunemente la competencia á la desposada que adquiere en el altar más bien deberes que derechos. La esposa legitima no puede descuidar a su esposo ni tomar otro consorte y, en cambio, la ley no la ayuda a castigarlo cuando le quita el pan diario para darlo a sus relacionados espurios, ni a saber cuántos vástagos naturales tiene en reserva para disputar algún día la herencia a ella y sus hijos y apenas que pone diligencia en ampararla contra los engaños de un bígamo.

Nadie tomó en serio al escritor inglés George Meredith cuando propuso instituir un contrato matrimonial renovable cada diez años y, sin embargo, la ley admite reglas igualmente absurdas, pues exige algunas veces que los consortes arrastren hasta la tumba las consecuencias de un error de elección y consiente en otras que aten y desaten el nudo sagrado en menos de un lustro. Por cierto que la moralidad ganaría si en los países donde rige la ley moderna del divorcio, se adoptase el temperamento insinuado por Meredith y se obligase a las personas casadas a luchar diez años en el empeño de armonizar sus voluntades recalcitrantes y ser fieles a sus juramentos nupciales. Cualquiera regla que se emplee para gobernar la conducta de las multitudes, debe mantenerse igualmente alejada de un absolutismo irritante como de una indulgencia que relaja las costumbres. No se puede perder de vista en la legislación la tendencia moralizadora; algunas leyes tienen un carácter protector y otras disciplinario. Hay un interés particular en fomentar las relaciones domésticas estables, porque disolviéndose la familia queda sin base el sistema cooperativo que están destinados a constituir los sexos y las generaciones. Es imposible que la separación de los padres no acarrée de cualquier modo perjuicios materiales y morales a los hijos. En fin, serían más lícitos los experimentos que hicieran las personas para encontrar su pareja verdadera en el matrimonio, si se cuidasen de tener descendencia hasta no haber llegado a su decisión terminante.

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El hecho más sagrado en la vida humana es el nacimiento de un niño.

El hombre y la mujer resuelven crear un ser a la imagen de sí mismos y de Dios. Ellos pueblan Ja tierra; la generación de mañana será su gloria ó su oprobio. Ellos dan a su progenitura los dos impulsos trascendentales de la herencia y la educación.

¿Podria ser indiferentc al individuo humano creador, la cualidad del consorte que interviene en la formación de su familia? ¿Podría serle indiferente la cualidad de sus hijos, que obrarán el bien ó el mal del mundo? Quien no desempeña la divina función generativa con un espíritu de reverencia profunda, no merece el título de un ser racional.

¡Haber creado el dolor, la miseria, el idiotismo, la vileza, ó haber creado la dicha, la prosperidad, la inteligencia y la salad física y moral, ¡qué diferencia! Ser el padre de una raza vigorosa de hombres ó de un enjambre de gusanos que se retuercen en el fango ¡qué contraste!

Sería necesario intercalar aquí un tratado minucioso de higiene infantil para hacer comprender cuanta atención debe tener una madre para con su hijo tierno, á fin de formarlo físicamente de un modo perfecto. Las señoras deben suspender muchas veces sus ocupaciones favoritas ó habituales desde el momento de la concepción hasta el término de la lactancia, época en que un hijo se convierte en un ser exterior á la madre. Las leyes mas liberales que se dictan en favor de la obrera no serán nunca bastante amplias para permitir la consagración total de la madre que necesita el niño. Lejos del regazo materno jamás recibe la criatura esa suma de amor que la sostiene tenazmente en el trance inicial de la existcncia. Ni aun después de la lactancia debieran las madres entregar a sus hijos á manos ajenas. La edad hasta los seis ó siete años es la época en que el individuo humano continúa á poner los fundamentos más importantes de su vida, y sólo los padres que no tuviesen conocimiento de ninguna especie, consentirían que entonces influyan en la condición física y moral de sus hijos personas extrañas, cuyos principios serán difíciles de vigilar y probablemente distintos de los suyos.

Mis lectores habrán apreciado cual es el cautiverio de una mujer que toma en serio su misión de madre. Este sacrificio lo hará ella con gusto una ó dos y hasta cinco, pero no doce ó dieciséis veces, como lo exigen los maridos que son partidarios de la multiplicación ilimitada. Marcel Prevost aconseja a las francesas que no esperen la reforma del matrimonio por la Iey, sino que la emprendan ellas mismas, desenvolviendo su personalidad dentro del matrimonio, ni más ni menos que cuando solteras. ¿Pero qué mujer seguirá desenvolviendo su personalidad si durante veinte años de su vida no cesa de tener un hijo cada diez y ocho meses? Da lástima como las mujeres que de solteras han manifestado gustos estéticos, se convierten gradualmente en simples amas de Ieche. Poco á poco va dejando la casada el piano, los libros, los paseos, las amistades, porque los pañales y la mamadera absorben todo su tiempo y su pensamiento. Ni siquiera la educación de sus hijos puede ser su interés cardinal, porque, debilitado su cerebro, embrutecido su espíritu con la sucesión constante de pequeñuelos, se consume su ser en los deberes rudimentarios de Ia maternidad. Hay de vez en cuando personas dotadas de un carácter tan esencialmente doméstico, que su mayor gloria es reunir alrededor de su mesa a una familia numerosísima y vivir concentradas en los goces que la crianza y la educación de una gran descendencia proporcionan. Pero es preciso averiguar antes de contraer las nupcias, cuáles son las inclinaciones de la pareja al respecto.

En los países latinos no están acostumbrados a hacer vida comun los hombres y las mujeres ni en el matrimonio. El hombre acude al hogar nada más que para comer y dormir, pues pasa el día en el trabajo y entretiene el ocio en la calle; la mujer se queda en la casa, sola ó con sus hijos menores, presa del tedio é impedida á veces por los celos del esposo a atravesar el dintel de su puerta ó solazarse con alguna visita. Un arreglo semejante bien merece llamarse la escuela de la infidelidad, porque es muy probable que el hombre halle la tentación en la sociedad que busca y que la mujer acoja gustosa alguna impresión que se ofrezca á distraer la monotonía de su existencia.

Desde que el amante se convierte en novio, se hace obedecer por la mujer sin renunciar á una sola de sus libertades. Un duelo de familia aprisiona a las mujeres en sus fórmulas estrechas, pero deja abierta una puerta por donde pueden salir los hombres a disipar sus penas. Los espectáculos indecentes constituyen una especie de privilegio del sexo viril y las diversiones cultas son vedadas muchas veces a las señoras y señoritas porque sus maridos ó hermanos no tienen la fineza de desear su compañía. Aún la esposa amante tiene que querer con cierto resentimiento al consorte que la usa como un instrumento de la reproducción, sin tributar consideraciones verdaderas a su persona. Es una verdad incontrovertible que el hombre procrea demasiado, no solamente fuera, sino también dentro del matrimonio.

La poca frecuencia de las amistades entre personas de los dos sexos da la medida del salvajismo que reina aún en las sociedades más adelantadas. La relación que debe subsistir por razón natural entre los seres que se atraen mutuamente es la amistad, porque el matrimonio no puede ser sino la excepción en la vida de cada individuo. La asociación amistosa de un sexo con el otro es altamente benéfica para la cultura social, pues sirve para suavizar al hombre é ilustrar a la mujer. No es cosa censurable la admiración que tributa el varón a los individuos del otro sexo, mientras que no hay ningún mal pensamiento en el fondo. La expansión en un círculo variado de relaciones presta mayor frescura y brío á los afectos que rinde el sujeto á las personas preferidas. Cuando un cónyuge no puede ver sin desconfianza los movimiontos del otro, la felicidad del matrimonio está minada, porque los celos ó son injustos y enfermizos ó son motivados y acusan la presencia fatal del vicio.

Lo que hace falta en el mundo es que prepondere el principio de la amistad entre los individuos de sexo opuesto. Hasta en el matrimonio convendría muchas veces cultivar los sentimientos de amistad con preferencia de las relaciones do otro orden. Los cónyuges que no se consideran ante todo como amigos y compañeros, tienen un concepto muy bajo de la institución nupcial.

Hasta hoy, el hombre no ama en la mujer nada más que la juventud y la belleza física y no quiere que obtenga prendas intelectuales, sea porque no las sabe apreciar ó porque teme que mediante ellas se insubordine a sus torpes propósitos. Sin adquirir una educación mental, la mujer no puede alterar el orden existente, sino que está obligada a adular al hombre, como lo hace, en efecto, con astucia acabada. Para lisonjear la vanidad del sexo masculino, ella afecta una debilidad de carácter mucho más grande que la verdadera; invoca la protección de los caballeros y se adorna con un infantilismo artificial que Ie sirve para desenredarse de cualquiera responsabilidad fastidiosa. Su psicología acusa todos los rasgos peculiares a los seres oprimidos, que consiguen por las vias torcidas lo que no alcanzan por el camino recto. Al fin el hombre se disgusta del vacío que él mismo ha tratado de conservar en el alma de la mujer y la censura con palabras acres. ¡¿Pero de quién fueron la frivolidad y el amor al lujo, sino del ser masculino á cuyas exigencias la mujer se conforma, y se conformaría también si le pidiera virtudes solidas!?

La debilidad física del sexo femenino no sería actualmente un motivo para colocarlo en una posición inferior a la del masculino, pues la era de los atletas ha terminado. En la época presente el poder depende de las condiciones económicas, y á este respecto se encuentra la mujer otra vez en la desventaja, porque su labor como ama de casa no se cotiza mercantilmente. El hombre se ufana de ser el proveedor del dinero y considera a la mujer como una simple consumidora de sus entradas, sin reconocer que ella gana lo que consume aunque en una forma distinta al salario. Sería quizá indispensable colocar a sueldo a las esposas y madres para hacer comprender a los hombres que no les abonan demás dándoles la mitad de su fortuna, puesto que el trabajo que realiza en el mundo el sexo femenino es tan importante como el que efectúa el masculino. Una persona que no cobra gajes por su empleo, no infunde respeto al género humano. Por esto las mujeres que buscan el prestigio de su sexo, abandonan las labores del hogar y conquistan en las profesiones los valores positivos que las dignifican ante el criterio de los necios.

Es un hecho que las mujeres están interesadas en un grado mayor que los hombres en la moral práctica. La mujer más común lucha con porfía contra el alcoholismo y la crápula, porque los estravíos del esposo, hijo ó padre, afectan hondamente su tranquilidad. Sólo ella, guiada por un egoísmo casi sagrado, hace una obra moralizadora intensa, delicada y eficaz y sirve de freno en medio de una sociedad que tiende más á la disolución que a la organización. Aún se detiene a la mitad de sus esfuerzos, porque hay quien encadena su inteligencia, miedoso como todos los tiranos de salir en busca de un nivel superior.

La moral de un pueblo se expresa en la responsabilidad que sienten los hombres hacia las madres de sus hijos y las compañeras de su destino. Muchos sociólogos deducen el estado de la moralidad de la tabla de los nacimientos legítimos ó ilegítimos; pero esto es un error. Según la estadística de la progenitura ilegítima, el Perú sería uno de los países más inmorales del mundo y tengo, sin embargo, la seguridad de que no lo es tanto como parece, porque el peruano es relativamente bondadoso con las personas que tienen sobre el un derecho basado en la consanguinidad. Para la evolución de los principios de justicia, es igual si el hombre atiende al sexo femenino por orden de su concia ó de la ley cristiana, mahometana ó budista. Se comienza, como es lógico, por reconocer las necesidades materiales y se acaba por admitir los anhelos espirituales de la mujer. Un ser que tiene sed de afectos nobles, no puede vivir como las huríes asiáticas, y repudia el paganismo de una sociedad que es cristiana sólo en el nombre. Tanto sentimentalismo falso se ha gastado en celebrar a las madres, que ésta clase de homenaje no halagara a muchas de las representantes del sexo, que querran valer por su personalidad propia. Algunas mujeres son más amantes de los niños y otras más amigas de los hombres. El varón que se casa, debe fijarse si prefiere asociarse a una persona que tiene el don de ser su compañera ó el de ser la educadora de sus hijos. Así se evitarían los sinsabores posteriores en el matrimonio que provienen de haberse juntado las parejas que no corresponden, no simpatizan ni se entienden. Hablan mal del matrimonio los que lo han visto en un momento en que no recibía la Iuz del ideal. Influyen demasiado los caprichos y los móviles pequeños en el concierto de las alianzas nupcialcs. Todo sería distinto si se eliminaran estos errores y se uniera cada individuo á su verdadera mitad, que la naturaleza, siempre atinada, le destina.

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La moralidad y la inmoralidad no están en los hechos mismos, sino en el espíritu con que se les mira. ¡Hay una vasta diferencia entre el desnudo de un salvaje y el medio desnudo de una parisiense! La franqueza de la expresión hará bien siempre que se encuentren temperamentos que acepten los hechos reales como una ciencia, pero es difícil predecir si en una mayor propagación de los debates libertarios no entrarán bastante malicia de parte de los exponentes y oyentes. Seguro es que la moralidad personal puede conservarse de cualquier modo, habiendo la voluntad de hacerlo, pues al individuo instruido le defiende su saber y al ignorante su miedo contra las asechanzas del mal.

Un concepto exagerado del pudor, es más bien un síntoma de poca que de mucha moralidad, porque acusa una honda malicia del pensamiento. Muy mala idea hay que formarse de cualquier lugar en que se nota una tendencia marcada de separar a los sexos en las iglesias, los teatros, calles y casas. Los sexos deben estar juntos en los momentos de la devoción ó del recreo. Ya que el fruto prohibido incita más el deseo, los amores furtivos llegan al exceso allá dónde la costumbre no permite el libre acercamiento de los jóvenes y las doncellas. Ningún rigor de los usos puede impedir que las pasiones humanas encuentren un medio de expandirse, y lo harán en condiciones mil veces inferiores si alcanzan su fin bajo el manto del sigilo y el disimulo. ¿Qué se imaginan los mayores que se jactan de no recibir visitas de pretendientes en sus casas? ¿que sus hijas renuncien al instinto del amor ó que se enamoren, por falta de conocimiento del sexo masculino, del primer hombre inaparente que encuentran ó que contraigan al fin uno de esos matrimonios obligados entre primos? Una noción sincera de moralidad no hay en el método de impedir el contacto de los sexos en público, donde tiene á la fuerza que ser inofensivo, y consentirlo en secreto, donde asume un carácter comprometedor para la pureza de la conciencia. Esta manera hipócrita de vivir y de avergonzarse de los actos más naturales e inocentes, mantiene a la mujer hispana en un estado de encogimiento perpetuo y la predispone a los deslices pasionales. Un poco de emancipación de las trabas sociales haría bien á nuestras niñas, máxime cuando á pesar de tanto cuidado que tienen con ellas sus tutores, para que no se expongan al «qué diran?», no se libran de ser sospechadas por los malévolos que las acechan, aunque estén solas ó acompañadas, en relación con hombres ó con mujeres, casadas ó solteras.

Una cierta virilidad de las costumbres viene bien á las mujeres como a los hombres. porque las libra de ser esclavos de otros.

Oigo decir continuamente en mi rededor que la mujer es un ser fatal y que es un mayor motivo de congratularse el nacimiento de un varón que de una criatura del sexo femenino. Las madres que así piensan comulgan con los prejuicios de la Edad Media é ignoran que para evitar el destino fatal que amenaza a sus hijas, deben educar a los hombres, que serían los causantes de su desgracia.

Sin duda que los padres desean el bien de sus hijos, pero les gusta también el comunicarles sus vicios favoritos. Con frecuencia he visto untar gotas de aguardiente en los labios de los lactantes y enseñar a enamorar á criaturas que recién bambolean en postura derecha. ¡Qué distinta sería la humanidad de mañana a la de hoy, si surgieran en ella una nueva sugestión y una nueva herencia trasmitida de los padres!

En Lima es notable la escasez de venta de libros y juguetes; todas son tiendas de telas, sombreros ó alhajas. Esto prueba que los padres nada hacen para cautivar a sus hijos en la casa y que las mujeres entiendan sólo el arte de seducir al amor, pero no el de persuadir a la virtud. Aunque la moral tiene muchos otros aspectos que no son relacionados con la conducta sexual, considero que sería por ahora el triunfo más grande que los padres podrían obtener con su educación, el prolongar por el mayor tiempo posible el período de la castidad de sus hijos. El joven que es ducho de sus pasiones, es dueño de sus actos. Los errores de la juventud son irremediables, una vez que se han practicado y ejercido su influencia enervante; de las primeras derrotas morales arranca el excepticismo de toda una vida. La bondad de los padres no puede atestiguarse de otra manera, sino prestando un apoyo incansable á la frágil juventud, que es una piedra tan importantc en el edificio del universo.

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En resumen, mis conclusiones son las siguientes:

1° Que el matrimonio será siempre el centro principal de la dicha humana.

2° Que la concurrencia de las mujeres al trabajo profesional colocará a los hombres en una posición más imposible para casarse.

3° Que, por consiguiente, no es deseable que el trabajo femenino se generalice, aunque constituya por el momento un medio apropiado para librar á la mujer de una dependencia del hombre que la denigra.

4° Que la mujer debe tener personería legal para defender sus intereses económicos y los de su familia.

5° Que la Iey no debe ponerle estorbos para reemplazar en el negocio, si muestra la capacidad de hacerlo, á sus parientes masculinos, ó a tomar una carrera que le asegure una plena libertad de acción.

6° Que las causas que han hecho caer en descredito al matrimonio son la conducta inmoral del hombre y la frivolidad de la mujer.

7° Que estas causas son subsanables con una educación acertada y que á ella deben dar su atención los reformadores sociales.

8° Que será más eficaz operar directamente sobre la conciencia de los padres, que intentar la mejora mediante el influjo de la escuela, que queda anulado por la contrainfluencia del hogar.

9° Que es preciso despertar en los padres el sentimiento de la responsabilidad hacia la fumilia que forman é instruir a las madres en todas las minuciosidades del fomento de la infancia.

10° Que se debe apelar a la razón de todos los miembros de la sociedad, a fin de que establezcan una sanción severa para la conducta moral del hombre.

11° Que una sola moral para ambos sexos es un postulado del buen criterio, no sólo en el sentido jurídico, sino en todos los sentidos.

12° Que el uso excesivo es una condición peligrosa para la moralidad de los individuos y que por esto debe combatirse, puesto que existe, máxime con el ejemplo.[2]

13° Que las solteras que trabajan y gastan el total de sus entradas en su sola persona, causan un desequilibrio perjudicial en las nociones de la decencia exterior.

14° Que se debe propender á dar más estimación á los valores internos que externos.

15° Que en vez de abandonar las ocupaciones útiles por las que dan ms prestigio, debe darse más prestigio a las que son de mayor utilidad (esto se refiere, por ejemplo, al servicio doméstico, que se halla casi proscrito).

16° Que los legisladores y los particulares deben evitar que el poder económico se use en contra de la parte más débil.

17° Que en este respecto, es aconsejable que las novias no acepten una mesada de sus novios.

18° Que se puede tolerar en último caso, que la especie se reproduzca de cualquier manera, pero no que se cometa la prostitución, contra la cual debe librarse la primera y más tenaz batalla hasta extirparla de la faz del mundo civilizado.

19° Que conviene favorecer la formación de familias unidas y estables.

20° Vulgarizar el respeto por el matrimonio civil como un medio preliminar para organizar los registros matrimoniales de una manera que la bigamia sea imposible y rodear a la mujer casada de todas las garantías que el apoyo público le pueda proporcionar.

 

 

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[1] Véanse páginas 18 y 19 de Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina ...

[2] Aunque hemos transcrito lo que aparece en el libro Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina ... parece probable que en vez de «uso»  aquí debía decir «lujo». Véase la discusión, referente a esta conclusión que aparece inmediatamente después del trabajo de Mayer (páginas 258 y 259):

La presidenta informa sobre el valor de este trabajo y pide en nombre de la Comisión de Sociología se lo relacione con el anterior y se estudien las conclusiones, 10, 11, 12 y 18, [...]

Pasa a estudiarse la conclusión núm. 12.

Señorita Carvajal y Márquez: Es de absoluta necesidad que se abandone la general tendencia al lujo. Muchas son las mujeres que se pierden porque quieren competir con sus atavíos con las de mejor posición; sería de desear que las mujeres se emanciparan de esta tiranía del vestir bien y no se dejaran arrastrar por el afán de lucirse. Si se obtuviera esto, se lograría la redención social.

Señora Josefina Durbec de Routin: ¿Cómo sería posible prohibir el lujo? No es dable emplear medios prohibitivos, no veo otro medio para llegar que combatir la ignorancia. Doctora Flairoto: Combatir el lujo es en sí un medio educativo. El maestro hace ver al niño el error que el lujo entraña.

Señora Ramírez: No hay ni puede haber nada que impida a uno vestirse como le permita su posición social y como quiera.

Señora de Guillot: Es evidente que la ley no interviene, ni tiene para que intervenir en esta cuestión, lo cual no impide que nos interese a todas, porque es el pernicioso ejemplo de los ricos el que arrastra a gastar lujo a las personas de modesta posición.

Doctora Dellepiane: ¿Y si les place, por qué no habían de emplear así su dinero?

Varias congresales a una voz: Que lo empleen en obras benéficas.

Doctora Flairoto: Las obreras que frecuentan las escuelas nocturnas, al principio del año llegan con trajes y sombreros de mal gusto, de colores extravagantes. Al cabo de poco tiempo los colorinches desaparecen y las alumnas visten correctamente, lo cual prueba que la campaña contra el lujo, que en dichas escuelas el maestro hace, no sólo es moralizadora, sino que influye en la estética del vestir.

Doctora Ernestina A. López: Creo que se podría modificar la moción de esta manera:
«El Congreso Femenino Internacional hace votos porque se eduque a la mujer en el sentido de que comprenda el peligro social que entraña el lujo».

Se vota afirmativamente.